Tras más de ocho meses en espera, el Tribunal Constitucional dictó sentencia en el procedimiento de control obligatorio del proyecto de ley que modifica su ley orgánica constitucional. Así, a septiembre del año 2009, debiese haber estado en condiciones de ejercer sus atribuciones constitucionales conforme a la ley, según la misma Carta Fundamental le encomienda. "Debiese" porque, curiosamente, la ley aún no se publica.
No dedicaré este comentario al análisis de los aspectos jurídicamente relevantes del fallo, que los tiene, sino solamente a un aspecto muy específico de la decisión.
La Constitución entrega al Tribunal la facultad de declarar, a petición de parte, o de oficio (esto es, por propia iniciativa), la inconstitucionalidad de una ley, cumplido que sea el requisito de previa declaración de la inaplicabilidad de un precepto por inconstitucionalidad de su aplicación (no es un trabalenguas, sino la forma correcta de describir lo que se supone que tiene que hacer el Tribunal) en una gestión concreta. Esto implica que, una vez producida la declaración de inaplicabilidad, queda en manos del Tribunal elegir si derogar o no una ley. Este es un enorme poder, pero la reforma constitucional del 2005 se lo entrega efectivamente al Tribunal. Habría que reclamarle por esto a los parlamentarios o al presidente de su tiempo; no al Tribunal. Sin embargo, la cuestión relevante de la facultad de derogar una ley no es sólo la facultad en sí, sino la oportunidad en que se puede ejercer. El proyecto de ley modificatoria de la ley orgánica constitucional del Tribunal Constitucional establecía para ello un plazo: seis meses. Pero el Tribunal ha señalado que en la medida en que la Constitución no le ha fijado un límite a su facultad, el legislador no ha podido hacerlo, y ha declarado inconstitucional el precepto que establecía ese plazo.
Debo reconocer que, a nivel jurídico, quizás sea posible encontrar argumentos plausibles para la decisión del Tribunal en este punto. Pero ella pasa por alto consideraciones políticas importantes, que una jurisdicción constitucional no puede desechar. La principal de ellas es que el órgano que la ejerce, en nuestro caso el Tribunal Constitucional, tiene un poder no sujeto a control alguno. La facultad de derogar preceptos legales de oficio, cumpliéndose el requisito señalado, no es de naturaleza jurisdiccional, sino legislativa. La apertura misma de un procedimiento de oficio para declarar la inconstitucionalidad es un acto político, de decisión política. La declaración de inconstitucionalidad también, desde el momento en que no depende de la formación de voluntad sobre el derecho aplicable por parte de la mayoría del Tribunal, sino que exige un quórum especial de 4/5 de sus integrantes. O sea, el asunto no se resuelve por el criterio jurídico predominante de la mayoría, sino que la minoría tiene veto sobre la decisión, veto que sólo podrá entenderse, entonces, como un poder político. Siendo así, el plazo de seis meses que intentaba fijar el proyecto era más que razonable para limitar este poder político-legislativo del Tribunal, y no dejarlo entregado a su decisión discrecional. Con su decisión, el Tribunal se reserva sin límite ni restricción alguna la facultad de decidir la oportunidad de y el momento para declarar la inconstitucionalidad de un precepto legal (ya declarado inaplicable), derogándolo. Las inaplicabilidades se irán acumulando, enlistando un catálogo cada vez mayor -y sin límite temporal retrospectivo- de preceptos a disposición de la competencia derogatoria del Tribunal. Y éste irá ganando cada vez más poder para intervenir, y decidir cuándo, en la configuración del ordenamiento legal.
Hay en lo anterior un grado de ingenuidad del Tribunal. Me parece que resuelve teniendo a la vista que los integrantes del Tribunal, siendo las personas que son, no abusarán de su poder. Y eso quizás sea cierto. La ingenuidad es que, siendo las personas que son, no siempre serán integrantes del Tribunal. Vendrán otros. Y no sé si los actuales ministros querrán que otros, en su momento, puedan elegir un cierto día cualquiera para declarar la derogación de preceptos penales -que pudieran aplicarse a alguien en particular, en el futuro- o de preceptos que regulan el proceso electoral -justo en tiempo de elecciones- o preceptos procesales -a la luz de determinados procedimientos- o, mejor aún, pensando en Campiche, determinadas regulaciones medioambientales o urbanísticas -justo y por casualidad incidentes en un proyecto ya ejecutado… Los ejemplos podrían continuar. La experiencia y el pensamiento acumulado desde Platón nos indica: no es conveniente organizar las instituciones pensando en que los cargos en ellas serán ejercidos por individuos correctos. Claro, si sucede, debemos alegrarnos. Pero tarde o temprano la naturaleza humana se manifiesta tal cual es, y entonces la satisfacción de una ética política candorosa y complaciente da paso a la sobria apreciación de las consecuencias de la ingenuidad.
jueves, 1 de octubre de 2009
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